Blogia
La Alcazaba

Sala de Armas

CRONICA DEL CAMPO DE BATALLA; Epílogo-prólogo

Al mirmar por la ventana, el Coronel se dio cuenta de que el cerezo había acabado marchitándose. “Has enfermado con el desembarco de los extrangeros en nuestra tierra Imperial, y ahora prefieres morir antes que florecer para ellos...”. El Coronel sonreía, “quizás todos deberíamos seguir tu ejemplo.”

En sus manos, se devatía la copia de la orden que por la mañana temprano habIa llegado a la base desde el Alto Mando del Eje: a las 00.00h de hoy entraba en vigor el armisticio firmado anoche entre los Aliados y el Eje, con lo que el fin de las hostilidades era total e inmediato.

Lo que en otras circunstancias podría haber significado gozo e incluso un alivio, era papel mojado en la mano. Un fin de las hostilidades a estas alturas de la guerra significaba para el Ejercito Imperial su derrota a manos del enemigo a las puertas del palacio del Emperador. Algo que el honor de todo soldado, independiente del rango, no podría soportar. El Coronel sabía que esta iba a ser una jornada trágica, en la que cientos de hombres se perderían para siempre en la memoria.

No quedaba otra salida, un final digno antes que el deshonor. Abrió su armario en el despacho, y llamó a su ayudante. Todo debia ser preparado según la tradición.

Cuando su oficial de servicio entró, el Coronel se había abierto la guerrera y procedía a examinar la hoja de la espada. No hacia falta decir nada, todo el mundo conocía el ritual. Se colocó al lado del coronel, desenfundó su hoja y espero.

Con tranquilidad, la vista fija en el horizonte, y un último pensamiento vacío, el Coronel seguía todos los pasos que sus antepasados le habían enseñado. Gesto a gesto, postura tras postura, hasta el momento final.

Y entonces, dudó.

“No es valor lo que me falta”, pensó el Coronel, “pero no puedo resignarme sin más.” Y ante la mirada desconcertada de su oficial dejó la hoja en el suelo, se levantó, y se encaminó fuera de su despacho.

Al salir al patio, observó que por los altavoces de la base la orden estaba siendo radiada a la tropa, y que los soldados se estremecían en silencio. Vio caras largas y resignadas, puños cerrados y alguna que otra lágrima contenida. A pasos largos, se dirigió al despacho del general.

Lo encontró ultimando los preparativos para su honroso final. Ambos se concían desde mucho atrás, y para ellos esta guerra había significado la gran guerra, la hora de la verdad. Se saludaron, y en sus miradas enfrentadas comprendían que era injusto acabar así, pero que una orden, era una orden.

-Permiso para seguir luchando, mi general...- declaró firme el Coronel.

Todas las miradas de la sala se volvieron hacia él, y solo entonces el Coronel reparó en que no estaban los dos solos en la habitación, sino que parte de la plana mayor del General lo acompañaba. Solemne, volvió a repetir su petición.

Lentamente, el General se levantó y miró fijamente a su Coronel. Cogió su hoja, la enfundó, y sonrió levemente. - Permiso concedido, Coronel...- Se volvió a abrochar la guerrera y de un tirón arrancó los galones de mando. - Pero no me trate de “su”... Coronel...- Y al mirar a su alrededor, vio como uno a uno los miembros de la plana mayor repetían el gesto y asentían.

Juntos todos salieron fuera para encontrarse a la tropa concentrada frente al despacho del general. Al ver salir a sus oficiales, muchos aun saludaron, aunque la mayoría les miraba expectantes. El coronel avanzó al frente, quitó de las manos un fusil a un soldado y tras recorrer con la vista a la tropa les dijo:

-Todos sereis bienvenidos...-

Y comenzó a andar hacia la salida de la base, seguido de cerca por el general y la plana mayor. Con orgullo veía como al avanzar hacia la salida algunos hombres le salían al paso, saludaban y engrosaban las filas tras él.

Así, todos juntos partieron de la base hacia otro lugar, cualquiera que fuese, para seguir por su cuenta la lucha, hasta que los enemigos del imperio fuesen expulsados del Japon.
+ + +
Como de momento había que buscar un nuevo cuartel para el nuevo Ejército, el Coronel dispuso que sus tierras sivieran de momento para alojarlos, hasta que se decidiera que hacer.

A punto de llegar, observó como su oficial, que había sido de los primeros en seguirle, estaba entretenido escribiendo algo en una cinta con el emblema nacional. Por curiosidad se acercó y leyó en la cinta: Ni ri da.

No era un haiku, pero podía servir. Sonrió al oficial.

- Haz una para mi, o mejor, haz una para todos...-

El nuevo Ejército Imperial, acababa por fin de nacer.